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Un buey en el camino

Nada mejor que caminarlo para conocer un lugar: Wordsworth quiso entender la Revolución Francesa caminando las calles de París, “desde el polvo de la Bastilla hasta el Campo Marte”. Esto es cierto, pero una idiosincrasia completamente nueva comparece cuando manejamos un automóvil por ese mismo lugar: un mundo de reglas y maneras, un código determinado, una weltananschauung del conducir, expresan lo mejor y lo peor de una sociedad determinada.

En la Ciudad de México aprendemos que el apego a las reglas es, por decir lo menos, frágil, y en Tokio nos sorprende una casi paralizante obsesión por la cortesía… Y todo ello se transforma si nos trasladamos a provincia, con una inmediata relajación general y leyes no escritas donde a veces el protagonista es un buey.

En la región del Reino Unido en la que vivo, rodeada de grandes campos y arrecifes escarpados, la acción automovilística la dictan factores como: el ritmo de calles de un solo carril donde a veces se encuentran un carrito (yo) y un camión de pasajeros de dos pisos (que la ruta del “double decker” pase por ahí ya es bastante insólito, pero uno no tiene tiempo de pensar eso porque la presión se acumula y hay que maniobrar para dejar pasar al gigante rojo); la traducción de la compleja lógica de las múltiples glorietas, cuyo carril equivocado te pueden llevar a la muerte o a… Escocia; el constante encuentro con caballos, tractores y grupos de vacas; el protagonismo de factores atmosféricos como la ubicua lluvia, la insondable niebla, los poderosos vientos o el hielo traicionero; y, claro, la manía británica de hacerlo todo, pero todo, al revés.

Y aun así, me gusta manejar aquí, autoexiliado del tránsito de la Ciudad de México, cruzando grandes páramos que terminan súbitamente en el mar, aprendiendo de la célebre flema inglesa que al volante se traduce en impasibilidad, parsimonia y casi recato. Estudio las reglas con obsesión no sólo para adaptarme sino porque mañana, lo confieso, tengo mi examen teórico que es crucial para que me den una licencia definitiva. El “Highway Code” es un cosmos de pautas y estatutos que incluye una módica multa de 100 libras si salpicas a un peatón al pasar por un charco, o donde te enteras de que la distancia para pensar en frenar (sí, pensar en frenar) si vas a 122 km por hora es de 21 metros… Como si alrevesarlo todo no fuera suficiente (o tal vez por eso mismo), su reglamento es copioso y poblado de subdivisiones y excepciones, aunque lo cierto es que, a la hora de circular, todo es mucho menos complicado que en papel.

Estoy nervioso, siento que me invade una dislexia letal, temo no saber qué contestar si me preguntan sobre distancias, velocidades, kilómetros y millas, pero temo aún más que se active mi chip chilango y que acometa el examen con el pragmatismo del sálvese quien pueda, de quien sólo se preocupa por llegar a su destino a como dé lugar: ¡no, así no es! Debo dejar pasar (ya sean ideas, coches o cabras) antes de abalanzarme. Debo esperar, voltear a la izq…, no, a la derecha, y entonces acelerar. También, por si las dudas, me encomendaré a San Cristóbal, patrón de los camioneros.

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