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La Suprema Corte, la sociedad civil y el mensaje

Suele usarse con demasiada frecuencia —y, por lo tanto, abaratarse— el significado de lo “histórico”. Pero, sin regatear absolutamente nada, lo que ocurrió el domingo en el Zócalo de la Ciudad de México —y que fue reproducido en más de un centenar de plazas públicas del país e, inclusive, del extranjero—, califica por lo redondo como algo sin precedentes.

Dentro de todos los aspectos que hacen de la mayor relevancia lo ocurrido el 26 de febrero de 2023, el principal fue el inédito hecho de que, por primera vez en la historia de este país, una concentración de la masividad presentada se postrara nada más ni nada menos que en la Plaza de la Constitución para exigirles —en un tono comedido, pero firme— a los once ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que hagan lo que sencillamente es su deber más elemental: ser los garantes del cumplimiento y la observancia de la Constitución, en este caso, frente al complejo tema de las controversias constitucionales, acciones de inconstitucionalidad y demás decisiones que deban de resolver respecto a la infame reforma legal en materia electoral conocida como Plan B.

Nunca antes en la historia de este país, se habían congregado tales multitudes, conformadas por la sociedad civil y la oposición política, ante la cabeza del Poder Judicial de la Federación para hacerle saber, de manera tan contundente, que habrá un respaldo ciudadano sólido a las graves decisiones que deberá adoptar el máximo tribunal del Estado mexicano, en caso de que, como es de esperarse, se coloque del lado correcto de la razón y de la historia —lo cual, con toda certeza, generará un conflicto frontal con el titular del Ejecutivo y la coalición política que lo respalda—.

Más allá del brillante discurso del ministro en retiro de la propia Suprema Corte, José Ramón Cosío —quien, con admirable precisión didáctica, trazó la ruta de la decisión jurídica para que todo mundo pudiera entender lo que está en juego—, la manifestación sirvió para constatar algo que los críticos e interesados en boicotearla tendrán que asumir: que la marcha anterior, la del 13 de noviembre del año pasado, no fue un hecho aislado, sino que hay una energía ciudadana que no está dispuesta a permitir que la institución electoral insignia del país sea dinamitada, que se destruyan los esfuerzos de las generaciones previas por consolidar la democracia mexicana, ni que peligre la realización de elecciones libres y auténticas. Nada menos que eso.

No cabe la menor duda de que, hoy, la sociedad civil deviene en protagonista del cambio político y de la resistencia, ante las pulsiones autoritarias del gobernante en turno y su coalición de partidos. El mensaje de “el INE no se toca” es tan poderoso y contundente, que permite cobijar a un amplio y variopinto espectro de la sociedad mexicana, que difícilmente podría encontrar puntos de coincidencia en la defensa de otra agenda. En esas concentraciones masivas a lo largo y ancho del país se pudieron encontrar diversas organizaciones civiles, dirigentes y militantes de los partidos políticos que impulsaron la transición a la democracia hace tres décadas, ciudadanos de todos los grupos y generaciones que componen la pluralidad y riqueza nacional y, también, muchas mujeres y hombres usualmente alejados de la política —artera e irresponsablemente criticados desde el poder—, que hoy comparten una grave y genuina preocupación por la viabilidad democrática del país, y que no están dispuestos a permitir que se pierda la que tal vez sea la conquista ciudadana más preciada y elemental en el México contemporáneo: la celebración periódica y constante de elecciones limpias, libres, auténticas y bien organizadas.

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